Cartas del subdirector
Comentaba Pío Baroja en uno de sus libros (posiblemente en sus Memorias) que un amigo de su padre (creo recordar) tenía como objetivo programado en su vida llegar a ver la Puerta del Sol, en algún momento, totalmente vacía, sin ninguna persona ocupando su espléndido espacio. No sé si Baroja refería esta anécdota como un ejemplo de imposible cumplimiento o como un dato humorístico. Pues bien, ahora, ese deseo tan curioso del amigo de la familia de Baroja, de difícil realización, una verdadera utopía, puede que se cumpla durante el confinamiento de la población madrileña en la actual crisis del coronavirus que sufre España. Esperemos algún documento gráfico que lo refleje. Mientras tanto, al margen de escapismos mentales, este suceso lamentable y aterrador que supone la llegada de la pandemia del coronavirus a España y a otros lugares del planeta, debería hacernos meditar sobre diferentes cuestiones que vienen a ser un problema en la vida social que padecemos y que sería deseable que se subsanaran o desaparecieran.
El primero de ellos es una necesaria regulación racional sobre un turismo pernicioso que se ha apoderado, en los últimos años, de las sociedades mundiales y que ha llegado a España (pensemos en Madrid) de una manera agresiva y que está consiguiendo que las personas que vivían en las poblaciones, en su centro histórico –una verdadera creación humana civilizatoria, a través de los siglos–, de pronto, se vean obligadas a emigrar a otros espacios urbanizados, alejados de la llegada y ocupación degradante de turistas. Un turismo de personas que viajan, obligadas, sin criterio, en masa, como ejemplo de pobre capacidad humana para el ocio, para defenestrar todo lo que hay de calidad de vida en las viejas ciudades, tan bellas. Unas ciudades que habían sido construidas para el deleite humano, en vivienda, espacios comerciales y culturales; pero nunca pensadas para que masas humanas a modo de hordas bárbaras las arrasasen, y obligasen a sus ocupantes a la huida –solo accesible esta emigración a las economías fuertes, no a las populares que padecen el problema y quedan depauperadas y deterioradas en su vitalidad–. No hay ejemplo más apropiado para rechazar este turismo que comentamos (el turismo siempre ha existido, es algo positivo) que la imagen que daba la Puerta del Sol, antes de la expansión del coronavirus. Triste imagen. Un lugar plagado de personas abigarradas turísticamente, agrupadas de manera violenta e insensata. Puedo decir, que la Puerta del Sol siempre fue mi lugar favorito para pasearlo con sus calles adyacentes (librerías, cafeterías, comercios bellos y bares). De todo ese espacio, en los últimos años, he huido por sistema y salud cuando he viajado a Madrid.
Un segundo problema reside en el interés por la cultura y la seriedad en su acceso. Hemos sufrido unos años de desaparición absoluta de la lectura por parte de las personas, sustituida por la mera información –controlada, a su vez, por los poderes políticos–, un suceso al que se ha considerado un hecho cultural (¡Ahora se lee más que nunca! Se ha proclamado). Todos sabemos que no es cierto, que un mínimo porcentaje de la población lee de verdad y menos aun a los autores que han sido referente en el desarrollo de las civilizaciones y que han sostenido el progreso del pensamiento humano: Homero, Herodoto, Platón, Virgilio, Dante, Cervantes, Calderón, Kant, Stendhal o Tostoi –por elegir solo algunos de ellos–. Al mismo tiempo hemos obser- vado, últimamente, en la actividad académica la ausencia de rigor en el acceso a las titulaciones –no es necesario recordar los casos más llamativos, algunos de los cuales siguen manteniendo responsabilidades de gobierno en diferentes lugares del mundo, incluida España–. Nos encontramos ante una pedagogía de exigencia laxa que favorece a las clases altas que están rodeadas de confort y ambiente más acordes a una enseñanza alejada del estudio y del libro –único medio que los desposeídos han tenido para acceder a la auténtica cultura, cuyo acceso conlleva la obtención de dignos puestos de trabajo–. Si no hay exigencia en el aprendizaje y todo se convierte en un coladero, los hijos de las familias acomodadas seguirán llevando la voz cantante en la economía y en la vida cultural en vigor. Las distancias culturales entre clases aumentarán. No hablamos de una sociedad paralela fraudulenta (y aparente) que es la que parece querer instalarse. Hablamos de una sociedad natural y real. El rigor, el estudio, la dedicación, el esfuerzo, la vocación, siguen siendo los valores más revolucionarios de cambio social, pero parece ser que no casan bien con una sociedad volcada en la imagen que se sustenta en la telefonía, internet, las redes y los medios de comunicación subvencionados, a modo.
Un tercer problema, que no deja de estar desligado del entendimiento de la alta cultura, es la desaparición de las formas (de educados comportamientos sociales e individuales) en las sociedades occidentales. En muchas ocasiones se alude a la ausencia de valores (cierto), pero no deberíamos olvidarnos de la pérdida de las formas de educación correctas. Es decir, lo que observamos a nuestro alrededor es no querer seguir las reglas sociales adoptadas por todos, no obedecer a la ley (aprobada por todos), y, como actitud personal, el mantenimiento de una continua queja y de opinión sin objetivo ni fin. Me da la impresión que en esto, Oriente (un determinado espacio geográfico y social de oriente) parece que está mejor situado que Occidente para luchar contra todo tipo de peligros que amenacen la vida de las naciones y a sus habitantes, y evitar el retroceso en el nivel de vida: por las pandemias, el terrorismo, el desempleo, la necesaria flexibilidad económica o la delincuencia. El sentido crítico occidental conduce al cansancio, la vocación por lo público lleva al desorden, la idea de subvención al desinterés; mientras, Oriente se arma y rearma con una mayor cohesión social, con una marcada atención a la prevención económica de lo privado y mediante el empleo de una mayor energía individual por parte de entidades y personas, pues el objetivo es la mejora, individual y colectiva, más que la defensa de ideologías que surgieron para otros tiempos.
Desde Encuentros en Catay deseamos una mejora en la vida y en el espíritu de todas las sociedades, de las orientales y de las occidentales y de aquellas que se escapan a estos conceptos. Para lograrlo creemos en el valor de la cultura y su adquisición a través del estudio, de la lectura, de la investigación y de la práctica en todas las disciplinas científicas y humanísticas. Abogamos por la amplitud de miras y por la moderación en los análisis, por la adopción de una flexibilidad de pensamiento que permita escuchar sugerencias y percibir la llegada de soluciones. Ante los dogmatismos, la apertura. Ante el sectarismo, la documentación. Ante un mundo tan errático, la vuelta al rigor, a la comprobación, al manejo de datos reales bien interpretados. Para lograr un mundo mejor, hay que ponerse en marcha y quererlo. Encuentros en Catay en su número 33, está enfocada en esa dirección.
José Campos Cañizares
Kaohsiung, 5 de abril de 2020
Subdirector, Encuentros en Catay